El Barça, aturdido, espeso y amedrentado, vivía una agonía. Al apuro acudió Messi. Como los glóbulos rojos acuden a la herida. Tenía la nafta justa para media hora. Así que vistió piel de Rodrigo Díaz de Vivar, asumió el desafío y mutó en Cid Campeador de Rosario. Y el PSG, que tenía la eliminatoria en su mano, que marcó por medio de Pastore, puso en aprietos a Valdés y vivió de un extraordinario velocista como Lucas Moura, cometió un pecado capital: se olvidó de contraatacar y se aculó en tablas. Quedaba media hora. Suficiente para el mejor jugador del mundo. Vitoreado por el Camp Nou, el extraterrestre con el diez a la espalda aterrizó en el césped y no había que ser investigador privado para sospechar que, con él en el campo, iban a pasar cosas. Dicho y hecho. La presencia de Messi generó un doble efecto: activar el ataque azulgrana y erosionar la calma francesa. Los de París se encastillaron, el Barça rumió el miedo y Messi rediseñó un nuevo escenario.Angustiado, con las prisas de los malos toreros y al borde del abismo, el Barça pedía a gritos el concurso de Messi. Y el diez de dieces, mermado, casi cojo, asumió su rol de revulsivo y rescató, por enésima vez, a su equipo. Entregado a Messi, el Barça comenzó a reconocerse, encontró a Xavi y pudo hilvanar combinaciones en el balcón del área. Receta habitual: paciencia, posesión y acelerón final de Messi. En una de esas acometidas, Pedro enganchó un disparo seco y liberó al Barça de las cadenas mentales que le atenazaban. El tanto alivió al Camp Nou. Disipaba un primer tiempo discreto, borraba errores graves y hacía olvidar la jaculatoria progresiva acumulada tras cada arrancada de Lucas Moura. El de siempre, Messi, había cambiado el decorado. La Casa de Los Horrores volvía a ser La Casa de La Pradera. La escombrera nacional y su yihad de profetas del fin de ciclo, seres esterilizados a la hora de reconocer méritos ajenos, volvían a estar de luto. Messi, que no sabe conjugar el verbo fracasar, volvía a ser retratador de retratadores y azotador de azotadores.Después del tanto de Pedrito, de un par de bagatelas de Iniesta y varias incursiones de Alves, el Barça bajó revoluciones sabiendo que podía gripar el motor y se dedicó a activar su fútbol control. La posesión, como arma defensiva. Ancelotti movió ficha: primero con Gameiro y después con Beckham. Ya era tarde. Los franceses, que habían remado con pujanza, habían muerto en la orilla gracias al cambio de decorado provocado por Messi. El Barça, lejos de su mejor versión, a años luz de ese equipo poderoso de las grandes noches, conquistaba la playa de las semifinales de Champions por sexta vez consecutiva. Un hito histórico para este Barça de Vilanova, antes de Guardiola y siempre de Messi. No es poca cosa. Este Barça tiene margen de mejora, debe revisar errores, hacer autocrítica y ser consciente de que, para ganar esta Copa de Europa, debe competir más y mejor. Y sobre todo, recuperar activos, vaciar la enfermería y regenerar el estado de forma de sus estrellas. Mientras tanto, vive entregado a Messi. Un Cid con el diez a la espalda.Rubén Uría / Eurosport