No es fácil enamorarse del Wigan. Por televisión, su moderno estadio proyecta la imagen más fría de todos los recintos en los que se disputa la Premier League. Nunca se llena, y muy a menudo, el ambiente lo generan más los hinchas visitantes que ocupan las 4.000 plazas del away end que los propios habitantes de la ciudad. El Wigan no puede seducir a aquellos curiosos que se aproximan a su realidad con cuentos de hadas ni figuras legendarias. Aquí no hay un Brian Clough, un Matt Busby, un John Toschack ni un Bill Shankly. Es un pueblo gris -porque es un pueblo, es un town, no tiene catedral ni universidad y por lo tanto no es una city- que te da la bienvenida con antipáticos edificios que parecen fábricas viejas. La tradición obrera, revolucionaria, orwelliana -el autor de 1984 llamó The Road to Wigan Pier a una de sus obras más famosas de su periodo inicial- se percibe en cada rincón y en cada esquina, y no puede disimularla ni la pequeña calle principal que han intentado arreglar con un centro comercial y algunos cafés que podrían estar en cualquier otra parte. Este es un lugar que creció con el boom de la industria téxtil en la vecina Manchester y que ejerció durante mucho tiempo como una de sus ciudades-dormitorio cercanas. Aún lo sigue siendo, en realidad. Wigan es una estación de paso en la línea de tren que une Merseyside con Greater Manchester; un punto equidistante entre las dos grandes metrópolis del oeste de Inglaterra.
Los dos mejores clubes del país -y sus dos potentes rivales ciudadanos- estaban a media hora cada uno. Hacia el Oeste, el mar, Anfield, Goodison y los Beatles. Hacia el Este, Old Trafford, Maine Road y la movida musical que Winterbottom describe en esa pequeña obra de arte del cine musical underground que es 24 hours party people. Y alrededor, en el histórico condado de Lancashire, equipos que crecieron en la misma realidad social que el Wigan pero que tuvieron desde siempre mucho más éxito: el Bolton, el Blackburn, el Burnley, el Preston, el Blackpool… Era imposible levantar la voz en un panorama futbolístico dominado por el overbooking. Así que la gente de Wigan decidió apostar por el rugby a trece, y su equipo se convirtió en el mejor del país. “Los Warriors son el Manchester United de la Rugby League”, cuentan siempre al desorientado visitante que se interesa por su historia. Wigan se acostumbró al éxito: a ganar títulos, a disputar derbis contra el St. Helens en lo que venía a ser el mejor partido posible de Inglaterra, a disfrutar de la gloria que había alcanzando eligiendo el otro deporte. Y cuando uno gana a menudo, claro, siente poco interés por el que pierde. Al aficionado de los Warriors, la cuarta división en la que jugaba el equipo de fútbol, el Wigan Athletic, le parecía poca cosa. Y ni acudía al campo ni seguía demasiado sus resultados. De ahí nació una curiosa rivalidad: en la ciudad de Wigan, las típicas discusiones sobre los partidos del fin de semana en el trabajo y en las escuelas las protagonizaban equipos de dos deportes distintos. La gente de los Latics empezó a sentir antipatía por los hinchas de los Warriors, que les trataban con desprecio, con cierto paternalismo perdonavidas. “En uno de nuestros primeros partidos en Wigan” -cuenta Roberto Martínez rememorando su llegada al club como jugador en 1995- “estábamos jugando un partido en casa y la pelota estaba en el medio del campo. De repente, la hinchada empezó a gritar enloquecida. Nos miramos con Seba e Isidro y no sabíamos qué estaba ocurriendo. Preguntamos y nos dijeron que los Warriors habían perdido un título y nuestra afición lo estaba celebrando”.
Esta semana, el Wigan Athletic ha sido objeto de muchas burlas porque fue incapaz de agotar las 31.000 localidades que le correspondían de cara a la primera semifinal de FA Cup de su historia. Vendió 21.000 y tuvo que devolver el resto. Su fondo en Wembley ofrecía ayer en el partido ante el Millwall un aspecto triste, con muchos asientos rojos vacíos. Era el partido más importante de su historia y, aparentemente, no había podido movilizar a su gente para ofrecer una mejor imagen al mundo. Esta realidad aumentó la etiqueta de club “casi artificial” que se ha creado alrededor del Wigan Athletic: “es un pueblo de rugby, el equipo no tiene ni tradición ni afición, sobran en la Premier League”, comentan a menudo los aficionados de otros clubes con más historia y masa social. Obviamente, esta es una visión respetable, pero, como en la mayoría de asuntos, hay que ponerse en la piel de la otra parte y escuchar sus valoraciones.
“Cuando llegamos, normalmente venían a vernos entre 1.500 y 2.000 personas cuando jugábamos en casa… En los partidos buenos contra equipos de la parte alta podíamos alcanzar los 4.000 espectadores. Este es el Wigan que conocimos cuando fichamos en 1995. Ver que diecisiete años después este club ha crecido tanto como para desplazar a 21.000 aficionados a Londres un sábado por la tarde, sabiendo además que no habría ya trenes de vuelta cuando terminara el partido, es muy satisfactorio”, cuenta Roberto Martínez. “Hemos conseguido que la gente del rugby se interese por el fútbol y que ahora siga a los dos equipos”. Este es el mérito del Wigan Athletic. Ayer, su semifinal contra el Millwall concentró en Wembley a cerca de 63.000 espectadores, casi 2.000 más que los que vieron unas horas antes el Arsenal-Norwich en el Emirates. Wembley daba la impresión de estar medio vacío y, efectivamente, registró la peor entrada en una semifinal desde su reconstrucción. Pero la cifra total de asistencia parece muy respetable teniendo en cuenta qué equipos jugaban.
Roberto Martínez considera que todo el mérito de este fenómeno pertenece al presidente y propietario del club, Dave Whelan. Whelan había sido jugador de fútbol, pero su carrera se truncó precisamente en Wembley, en la final de la FA Cup de 1960 que perdió con el Blackburn Rovers ante el Wolverhampton y en la que se rompió la pierna. Tardó dos años en recuperarse, y luego ya no pudo alcanzar el mismo nivel. Nacido en Bradford pero criado en Wigan, Whelan compró el club gracias al éxito de sus tiendas de deportes JJB y su fábrica de pasteles de carne. No necesitó mucho dinero para conseguirlo: los Latics se encontraban en cuarta división, cerca del descenso al fútbol no profesional, y nadie estaba interesado en ellos. “¿Qué objetivo tiene usted con este club?”, le preguntaron a los pocos días de efectuar la compra. “Quiero llegar a la Premier League”, contestó. Whelan aún recuerda las carcajadas de los presentes. Parecía el sueño imposible de un lunático: ¿Premier League, en una ciudad como esta, con un equipo sin afición? Allí empezó a cambiar la historia.
La inversión de Whelan no fue especialmente extraordinaria. El club ha ido creciendo poco a poco a nivel económico, pero sería impreciso compararlo con otras entidades que han recibido grandes aportaciones de capital extranjero y han reventado el mercado. Su idea fue siempre diferenciarse, hacer algo distinto para atraer la atención y ofrecer cosas que no se veían en su división, repleta de equipos casi idénticos en su manera de jugar y en su estructura. Habló de fichar a jugadores españoles y preguntó a su gente. Paul Hodgetts, el encargado de la tienda de JJB en Zaragoza, le dijo que había tres futbolistas interesantes en el filial del equipo maño. Eran Jesús Seba, Isidro Díaz y Roberto Martínez. Roberto, sin embargo, se había marchado ya de regreso a su pueblo, Balaguer, cerca de Lleida. Estaba jugando en Tercera División y el entrenador del Wigan Athletic en aquella época, Graham Barrow -hoy ayudante suyo en el staff técnico-, viajó a un partido ente el Balaguer y Las Palmas B de la final de la Copa Federación de 1995 para verle en acción. El fichaje se concretó y los tres viajaron a Wigan sin saber a dónde iban: “a un equipo de cuarta división cuyo nombre no habíamos escuchado jamás, en Inglaterra… Parecía una locura…”, cuenta Jesús Seba. Aquello fue un punto de inflexión para el Wigan Athletic. Y aunque la ascensión hasta la Premier tuvo varios protagonistas destacados, con el entrenador Paul Jewell aún ostentando el mayor de los honores -dos ascensos desde la tercera hasta la máxima categoría, las dos primeras permanencias y una final de la Copa de la Liga-, aquella maniobra de Whelan cambió la historia deportiva de la ciudad de Wigan.
La afluencia al estadio fue creciendo según el equipo iba consiguiendo ascensos, pero la mentalidad de la gente seguía muy asociada a la cultura del rugby. Roberto Martínez había triunfado en el Swansea en su primera experiencia como entrenador proponiendo un fútbol asociativo en una división dominada por “el juego de porcentajes; aquel que promovió la FA publicando libros que explicaban que, si metes veinte balones en el área, uno acabará en gol”. Volvió a Wigan, esta vez como entrenador, en el verano de 2009. Whelan quería que implantara esa forma de jugar en su antiguo club, pero el público no estaba nada acostumbrado a ella. Y le costó mucho entenderla. Jordi Gómez, que ayer firmó un partido memorable en Wembley, fue la principal víctima de aquella incomprensión. Jordi había deslumbrado en Swansea y Roberto no tuvo dudas a la hora de pedirle que le acompañara en el viaje desde Gales a Lancashire. Pero arrancó el nuevo proyecto y, cada vez que el centrocampista barcelonés pausaba el juego o entregaba la pelota hacia atrás, la grada se le echaba encima. Esta relación tan difícil entre el talentoso media punta y la afición dificultó enormemente su adaptación a la Premier League y retardó su impacto en el Wigan. Pero ahora, al final del cuarto año, Jordi es un jugador muy importante en el equipo y sus cualidades marcan diferencias.
Ayer, en la semifinal de FA Cup ante el Millwall, Roberto Martínez se enfrentaba a un entrenador al que conoce muy bien: Kenny Jackett, el hombre que decidió no renovarlo cuando él era el capitán del Swansea City, y el manager al que él mismo reemplazó solo unos meses más tarde en el Liberty Stadium. En aquella decisión del verano de 2006 había, por supuesto, un componente evidente de oposición en la manera de entender el juego. Roberto era un centrocampista menudo y técnico y Jackett, pese a reconocer que el catalán había tenido un peso importantísimo a la hora de rescatar al club del descenso a la Conference, prescindió de él a los 32 años pensando que ya no poseía la energía necesaria para encajar en su estilo más pragmático y físico. No solo aquel episodio sobrevolaba ayer la zona técnica de Wembley en forma de morbo: también el hecho de que Roberto, cambiando por completo la forma de jugar del equipo, iniciara el proceso exitoso del Swansea reemplazando a un Jackett que se había rendido en el intento. El Wigan-Millwall se presentaba como una especie de duelo entre el Swansea antiguo y el Swansea moderno; entre el Swansea de antes de febrero de 2007 y el Swansea de después. Ambos sabían muy bien qué podían esperar del oponente. Y ambos fueron fieles a sus ideas, creyendo firmemente que en su convicción estaba la clave del éxito. Roberto propuso el equipo más asociativo posible, juntando a McCarthy, Jordi Gómez y Maloney en un triángulo que dominó el partido. Jackett lo fio todo al orden, al físico y a la fe, y consiguió que el Wigan lo pasara mal durante quince minutos tras haberse impuesto por completo en la primera hora. Fue como una especie de confirmación de que el estado de ánimo aún es capaz de dictar el destino de un encuentro, al menos de manera parcial. El Millwall, que parecía estar a años luz de poder competir con el Wigan, tuvo una falta peligrosa a favor, la mandó arriba por poco y se dio cuenta de que tenía el empate más cerca de lo que creía. Se animó y con mucho empuje incomodó a los Latics, que solo respiraron tranquilos cuando Jordi Gómez se inventó ese pase delicioso a McManaman y el 2-0 confirmó que el Wigan jugaría la primera final de la FA Cup de su historia. Fue una victoria simbólica, la más representativa posible de ese cambio de estilo que Roberto ha efectuado en el club de su vida. Gómez se paró en seco en Wembley y detuvo el vértigo. Espero que los demás se movieran. Aguantó tanto que el hincha de los Latics de toda la vida debió recordar que, no hace mucho, tanta pausa le desesperaba. Y entonces sí, le mostró a la grada la asistencia que solo él había intuido.
No hubo tiempo para muchas celebraciones. Roberto volvió a entregar el mérito a Dave Whelan y afirmó que su vida debería ser llevada al cine. No estaría mal: empezaría con la historia del niño que vio una moneda en la calle y subió a un autobús en el que se encontraría por azar a su padre retornando de la guerra, y continuaría con el proceso que llevó al ex futbolista retirado a triunfar en negocios diversos y a unir simpatías enfrentadas de fútbol y rugby. El equipo no se regodeó en la miel de su primera vez y renunció a la noche post-victoriosa de Londres. La octava permanencia en la Premier está, como todos los años, muy complicada, y la prioridad de la expedición fue volver a Wigan y empezar a preparar ya desde hoy el duelo del miércoles ante el Manchester City. Será un anticipo de la final de la FA Cup, ya que, instalados en su rinconcito entrañable de cielo gris suave de Lancashire, los jugadores supieron por la tarde que el rival en el regreso a Wembley será el vecino sky blue. Festejaron sus goles frente al Chelsea como si fueran propios, porque significaban que en Wigan, en esa Wigan tan fea y tan fría que uno empieza a aprender a querer por ese extraño afecto que se puede llegar a sentir hacia lo auténticamente antiestético, la próxima temporada se jugará la Europa League.